lunes, 21 de mayo de 2012

MUCHOS Y DEMASIADO LISTOS



por Manu Mañero

Partiendo de la base de que las casualidades suelen ser excusas muy pobres a la falta de predisposición, no podía ser casual ese dicho que nos tira luz al camino respecto a la masificación en espacios cortos: “tres son multitud”. Depende de para qué y dónde, puede sobrarnos hasta el propio cuerpo, si entendemos efectivamente al individuo como dualidad, un término que renquea todavía de las clases de filosofía, junto a recuerdos vanos de cavernas y paseos de allí allá en busca de significación para las imágenes. Sea como fuera, esta agresividad, esta inquietud, este apolillamiento de espíritu y la dolosa y dolorosa falta de autocrítica y de sensibilidad que retroalimenta nuestra sangre e impulsa nuestras palabras podría no deberse a ese otro axioma verbenero, “las cosas están muy mal”, sino a un problema mucho mayor, el del exceso de unidades a nuestro alrededor, el de la sobrecarga de expertos y opiniones, la relativización del mérito o, en el peor y más marxista de los casos (esto tampoco es casual), la sobreexposición a relatos falaces que pacientemente, descuidando otras labores instintivas bastante más trascendental, clasificamos en únicamente dos carpetas: “me gusta”, o “no me gusta”. La tiranía del ahora, del ya, y del mal, por ese orden y a la vez. No se entienden unos sin otros.


En 1920, cuando el mundo se decidía todavía sobre si llevarse bien o mal (eligieron lo segundo), un zoólogo británico que sirvió a los suyos tras los matorrales durante la II Guerra Mundial, Solly Zuckerman, tuvo a bien mirar de cerca cómo se comportaban ciertos grupos de primates en el Zoo de Londres, no sé si en el rincón de Camden o el de Westminster. La dirección del recinto le había requerido solícitamente para tal fin, pues hacía ya días que los babuinos parecían más agresivos de lo habitual respecto a la comida, a pesar de que, en tiempos dorados para el bolsillo british, aturdido por el oropel de Harrods y ajeno al salvajismo oleoso de los Fish & Chips, cada día les era proporcionada más alimento con el fin de evitar estos enfrentamientos. Zuckerman no extrajo conclusiones demasiado ortodoxas: lo achacó a la competencia. Daba igual que un mono necesitara sólo un plátano: pelearía por doce, veinte o cincuenta si era necesario. No era cuestión de cantidad, sino de status. Animalismo en vena. Racionalidad circundada. Es por esto que, demasiado a menudo, leemos jocosas viñetas, algo estúpidas también de cuando en cuando, sobre la improcedencia de considerar al ser humano descendiente de abominaciones de este calibre, por limar, por descubrir, ajenas a nuestros cafés literarios y, por hacer un guiño al presente, a la explosión de blogs sobre el Arsenal, el paradigma Guardiola o la insoportable levedad de Nuri Sahin en Liga. Gilipolleces, vamos, de las que probablemente también el reino animal tomaría nota en cuanto a ‘cosas que no te darán de comer y que probablemente te encasillarán en una sociedad en cambio constante’. Lo sabía Heráclito (le hacemos el mismo caso que al resto que sí sabían), y lo saben ellos, los animales, los en teoría más débiles porque el hombre, orgulloso, puede destriparlo para investigarlo y justificar fondos desviados a pedantes rincones teóricos.



Volviendo a los primates y su desconsideración para con sus iguales. Veinte años después de que Zuckerman se viera superado por algo que no entendía del todo, otros salieron a la calle y observaron algo que enlazó ambos escenarios y además dio a luz una teoría sorda que para muchos es el sursum corda: los simios, fuera de las jaulas, no competían a ese nivel por el alimento. Existía un inteligente y bien cuidado sistema de comunicación, territorialidad y pautas según las cuales, y siempre al hilo de Darwin, los individuos se repartían oportunidades y presencia. En otras palabras, fue en la primera mitad del s.XX cuando descubrimos, aunque convenía taparlo un poco, que se nos iba de las manos esto de la reproducción. Que tener descendencia no era tan fácil como elegir el color de los patucos y criticar al gobierno de turno por subir el IVA e hipotecar la masiva compra de  pañales. Que dar a luz, aumentar la población o en todo caso mantener su equilibrio contando defunciones en otros rincones del mundo, implica una responsabilidad para con la etología que, por razones obvias, no ocupa espacio en el prime time de las cadenas privadas. La naturaleza se había cansado de darnos lecciones al respecto, y tuvo que ser en ese impasse de tiempo entre los años 40 y los 50 cuando se acuñara el término que, en realidad, lo explica todo: “la cifra óptima”. Dado que todo calificativo rotundo siempre desprende un tufillo neoliberal insoportable, se apresuró a definir el concepto como la densidad de población ideal para asegurar bienes y sustento para todos por igual, sin comprometer el desarrollo de los individuos. Lo dicho, un delirio.


En aquella época, respecto a la cifra óptima, se estimó que para el ser humano, ésta debería situarse en apenas unas decenas de individuos (decena significa diez) por cada puñado de cientos de kilómetros cuadrados. Esto significa que en Madrid no debería haber más de 100 personas, lo que contrasta con los casi seis millones, si no más, que ocupan actualmente el territorio de la capital. La conclusión no se puede escapar a nadie. Somos demasiados en todas partes, y eso explica todo: tensiones, guerras, codazos al subir y bajar al metro, lo de mirar la nota de otros en el tablón tras los exámenes, las erecciones al recibir favs y RTs en Twitter, el ardor cuando no nos etiquetan en Facebook, ver que otros tienen mejores coches o cobran más y achacarlo a la corruptibilidad del sistema, etcétera.  No ha ayudado precisamente nada la explosión de canales en los que sentirnos más importantes, más gurús, en los que colaborar gratis, por amor al arte y por “visibilidad” (tomo prestado el énfasis peyorativo en el término, vía "El Descodificador", lo que ha dado terribles ideas a los medios de comunicación (bloguero = periodista, gratis = menos caro, audiencia = credibilidad, dinero = hipoteca desahogada). Porque si vivimos hartos y azotados por la cantidad de gente que se nos aglutina alrededor (de esto no somos conscientes cuando hacemos cola en el banco o nos ponen cantinela de espera al otro lado del teléfono), imaginad lo que no hace la sobreexposición a los medios con nuestro equilibrio racional. Tanta opinión, tanta letra, tanto código. Sólo elegir lo que queremos leer y de quién ya pide no sólo un esfuerzo ímprobo sino además, toneladas de horas de las que no disponemos. Por ende, nos frustramos. Leemos lo que nos recomiendan, por comodidad, pero sin plantearnos si lo recomendado es lo que más nos conviene. Por eso los famosos son famosos y por eso ahora JotDown cree que puede cobrar 15 euros por difundir alertas morales y literarias (el orden no es aleatorio) sin que nadie pueda alzar la voz contra su decisión sin ser tomado por miserable, hipócrita u oprimido. Ahora ser librepensador y comprar calidad es ser bueno, ser ideal, ser guay. La pena es que hay tantas personas alrededor, que ser guay no es una cualidad sino una tara. Bastante tenemos con ser.

Aquí, en el mundo donde todos saben de todos, los monos hace tiempo que dejaron de pelear por comida en los zoos. También se han acostumbrado. Y no, no es malo. Es peor.

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