martes, 15 de febrero de 2011

Nadie espera...

En mí combaten 
el entusiasmo por el manzano en flor 
y el horror por los discursos del pintor de brocha gorda. 
Pero sólo esto último 
me impulsa a escribir.
” 
(“Malos tiempos para la lírica” Berthold Brecht)

En la reciente gala de entrega de los premios Goya, el director Alex de la Iglesia recordó en su discurso que dejaría de ser presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España. No por estar anticipados tanto el hecho como sus motivaciones dejan éstos de ser noticia. Sin embargo el foco se ha puesto en las caras de póquer que pusieron las ministras asistentes como si no viniese en el cargo soportar la discrepancia. No es que me preocupe en exceso el futuro del pronto ex presidente de la Academia, ni siquiera entro a valorar el fondo de sus motivaciones; pero que en nuestra sociedad alguien que mantiene una posición intelectual determinada cambie sus planteamientos fruto del intercambio de pareceres y de la reflexión debería, al menos, hacernos pensar.

Demasiadas veces se tiene la impresión que cuando se construye un discurso se parte de una idea inamovible y se encajan los razonamientos que la apoyan aunque sea con calzador. Las argumentaciones en contra se minimizan o se ignoran, no se reflexiona sobre ellas ni como mero ejercicio. Se defiende una verdad absoluta y todo lo que no vaya en su beneficio es tratado de anatema. Y cualquier cambio que se produce en el discurso es consecuencia de una prostitución intelectual, disfrazada de negociación, en la que se obtiene algo que en muchas ocasiones ni siquiera tiene encaje en la materia que se está tratando.

La esencia del debate es la confrontación de tesis, no el convencimiento del adversario, y su finalidad es la persuasión del auditorio. Sin embargo, en la perversión cotidiana del lenguaje, llamamos debate a discursos elaborados para regalar los oídos de los ya convencidos y muchas veces no es ya que no estén confrontados, directamente se sitúan en planos diferentes. Las réplicas suelen estar preparadas antes de conocer el alegato de la parte contraria y no se suelen cambiar, con lo que el ruido aumenta. Y si el modelo de debate se reduce a tiempos o espacios cortos los análisis ya ni existen, se trata de colocar el mayor número de eslóganes posible y el campo está abonado para la demagogia. Mercadotecnia pura.

Al final prevalece el sentido del espectáculo mezclado con ciertas dosis de hooliganismo. Los partidarios parecen posicionarse a favor o en contra muchas veces en función de sentimientos de grupo, no de razonamientos individuales y se acaba criticando en el grupo opuesto actitudes objetivamente criticables que son perdonadas cuando se emiten desde las propias filas. Las posiciones se radicalizan y los moderados acaban por autoexcluirse frente al griterío. Y cada vez hay más excluidos.

Sin embargo, la gente tiene que tener derecho a rectificar sin ser tratado por ello como un elemento extraño. Si alguien camina por una senda y se desvía se debería escuchar su razonamiento antes de colocarle una etiqueta de por vida. Incluso habría que defender el derecho a equivocarse. Lo cierto es que nadie espera nada de nadie, la vida funciona de otro modo y esto no deja de ser simple retórica... pero no tiene por qué gustarme.

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